Parece claro que en este tiempo la esperanza es un bien escaso. Esta realidad quizá puede ser percibida con más nitidez en las palabras y en la vida de los jóvenes, pues aún no les ha crecido esa capa de maquillaje que, conforme vamos cumpliendo años, va cubriendo la espontaneidad. Ellos, en no pocas ocasiones, manifiestan su preocupación por el futuro, afirmando que van a vivir peor que sus padres y abuelos.
Este contexto de falta de esperanza afecta –como no podría ser de otra manera– a los hijos e hijas de la Iglesia. Aunque decimos que la fe sostiene nuestra esperanza, en ocasiones vivimos y hablamos como si el desánimo nos hubiera ganado la partida: “soy así y no puedo mejorar”, “las comunidades cristianas no tienen rumbo”, “el mundo va de mal en peor”. Estas expresiones revelan falta de fe en Dios, que trabaja en la historia, en el mundo y en los corazones, y en la fuerza del Resucitado, que vencerá sobre todo mal.
Por otra parte, a veces podemos caer en la trampa de utilizar la esperanza como una excusa para no implicarnos, esperando pasivamente que el tiempo o Dios nos regalen un futuro mejor, que no construimos día a día. De hecho, algunas personas empeñadas en la transformación del mundo denuncian nuestra esperanza poco comprometida, nos piden que nos indignemos ante la injusticia y trabajemos decididamente para mejorar las condiciones de la humanidad y del planeta.
Otra trampa consiste en confundir la esperanza con el optimismo ingenuo, que se pone una venda en los ojos y tapones en los oídos, para no advertir las limitaciones propias, los pecados en la Iglesia y las injusticias de la sociedad; un optimismo que pretende transformar el mundo y cambiar a las personas sólo a base de buena voluntad.
El Adviento que comenzamos este domingo y el próximo jubileo 2025 son ocasión propicia para tomar el pulso a la esperanza en nuestras vidas y en las comunidades cristianas; para avivar y transmitir una esperanza sin trampas, una esperanza auténtica, en la que sepamos compaginar adecuadamente el análisis de la realidad, la reflexión y la interioridad; la confianza en la acción del Espíritu, el cuidado de uno mismo, los encuentros gratuitos y el compromiso social.
Que este tiempo nos ayude «a recuperar la confianza necesaria —tanto en la Iglesia como en la sociedad— en los vínculos interpersonales, en las relaciones internacionales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto de la creación. Que el testimonio creyente pueda ser en el mundo levadura de genuina esperanza, anuncio de cielos nuevos y tierra nueva, donde habite la justicia y la concordia entre los pueblos» (Papa Francisco, Bula de convocatoria del jubileo 2025).
Recibid un saludo muy cordial en el Señor.