Hace años, celebrando una misa de la Inmaculada con chavales de primera comunión, les mostré tres cartulinas: la primera estaba sucia, y no les gustó; la segunda era totalmente blanca, y la escogieron frente a la primera; la tercera tenía un dibujo lleno de colores, y les encantó. Ellos mismos cayeron en la cuenta de que todos preferimos la limpieza a la suciedad, y la belleza al vacío.
Si hablamos de la naturaleza, de la sociedad, de las calles de nuestro pueblo, de nuestra casa o de nuestra propia apariencia, es evidente que nos entristece la contaminación, la injusticia, la suciedad, el barullo y la dejadez; en cambio, nos alegra la belleza, la fraternidad, la limpieza, la serenidad y el cuidado. Aunque tengamos gustos diferentes, ¿quién no disfruta de un hermoso atardecer, de una noche estrellada y de la majestuosidad de las montañas?, ¿quién no se queda admirado ante las torres mudéjares de nuestra ciudad?, ¿quién no goza con la armonía de una buena música?
En las relaciones humanas, preferimos a las personas de mirada limpia, de palabras amables, de gestos cariñosos, de apariencia cuidada… Hay una belleza más oculta, pero también evidente en las miradas de algunas personas, que transmiten espontáneamente la bondad, la paz y el amor que llevan en el corazón, aunque tengan sus ojos cansados y sus rostros envejecidos.
Sin embargo, nos cuesta aplicarnos estas consideraciones a nosotros mismos. De hecho, jugueteamos con el pecado como si no tuviera consecuencias sobre nosotros y sobre los demás, olvidamos que la vocación universal a la santidad se dirige a cada uno de nosotros, y nos conformamos con evitar el pecado, pero no nos empeñamos en llenar nuestra vida de sabiduría, de belleza y de amor.
Con la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, la Iglesia nos invita a mirar a la “Toda Bella”, a la “Llena de Gracia”. Contemplemos, hermanas y hermanos, a María, la madre de Jesús y madre nuestra. María fue “inmaculada”, es decir, sin pecado alguno desde su concepción. No conoció los pensamientos torcidos que tantas veces se agazapan en nuestros corazones; no salieron de su boca las palabras hirientes que en ocasiones acuden a nuestros labios; no supo hacer otra cosa que amar a Dios, a su Hijo Jesucristo y a nosotros, sus hijos e hijas por deseo del Señor. María es hermosa porque es santa y siempre estuvo llena de Dios. En verdad que el Señor ha hecho maravillas en ella, prendado de su humilde disponibilidad.
Disfrutemos de su belleza interior para que, gracias a su ejemplo y con su ayuda, podamos ser cada día personas más limpias y santas, más bellas por dentro y por fuera. En los verdaderos discípulos de Cristo, la belleza y la santidad van siempre de la mano.
Recibid un saludo muy cordial en el Señor.