In Carta desde la fe, Obispo de Teruel y Albarracín

 

Corría el mes de septiembre de 1987, cuando un grupo de jóvenes, llenos de ilusión, comenzábamos el cursillo de ingreso al Seminario de Zaragoza. Un día, el arzobispo don Elías Yanes nos habló de la dirección o del acompañamiento espiritual, con tal convicción que desde entonces siempre he tenido una persona con la que confrontar mis búsquedas, intuiciones y dudas.

Una vez ordenado, el obispo don Javier Osés me encomendó trabajar con jóvenes en la Acción Católica. A partir de ese momento, sin planificarlo, comencé a acompañar a chicas y chicos personalmente; años más tarde, a personas adultas de las parroquias en las que serví como sacerdote. Según los casos, hablábamos cada mes, cada trimestre u ocasionalmente. Algunos pedían ser acompañados para crecer en su fe, otros para discernir su vocación en la Iglesia.

Os confieso que tanto el ser acompañado como el ministerio del acompañamiento han sido para mí una fuente de bendición incesante. He podido experimentar con alegría que Dios nos cuida a través de hermanas y hermanos, tan pequeños y pecadores como nosotros, que nos comprenden, animan y corrigen; ayudándonos a descubrir la voluntad de Dios en los deseos más hondos de nuestro corazón.

El acompañamiento es un don precioso siempre y cuando se respete y promueva la libertad de las personas acompañadas, excluyendo cualquier forma de dependencia. La libertad no es un peligro a reducir, pues «para ser libres nos libertó Cristo» (Gal 5,1). Más aún, la libertad es la única tierra en la que puede germinar y crecer el amor a Dios y al prójimo.

El verdadero protagonista del acompañamiento es el Espíritu de Dios, pues Él guía a quienes acompañan y a los acompañados. El Espíritu nos introduce en la plenitud de los misterios de Dios, sella cada vez con más fuerza nuestra comunión con Cristo, concreta los deseos de la voluntad de Dios sobre nosotros, nos inspira las decisiones que debemos priorizar; lleva a término, en definitiva, la obra que Él inició en nosotros (cf. Flp 1,6).

Animo, por tanto, a los sacerdotes y a quienes trabajáis en catequesis, colegios católicos, acción social y en los diversos ámbitos pastorales, a buscar personas que os puedan acompañar en vuestro crecimiento como discípulos misioneros. El acompañante espiritual puede ser el sacerdote confesor, una religiosa, un padre de familia o una catequista que tengan una profunda experiencia de Dios. Os aliento, además, a plantearos la conveniencia de formaros en acompañamiento personal y a estar disponibles para acompañar.

Las reuniones de grupo son importantes, pero necesitamos espacios en los que poder hablar de corazón a corazón, con total transparencia y sin miedo a ser juzgados. El tiempo empleado en el acompañamiento no es un gasto superfluo, sino una inversión muy rentable, en nuestro desarrollo personal, espiritual y apostólico.

Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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