Cuando mejoran nuestras condiciones de vida, podemos pasar años y años sin ninguna dolencia importante y, poco a poco, va creciendo la impresión de que los enfermos son siempre otros, se llega a pensar que tenemos derecho a estar sanos, creemos que no necesitamos a nadie para vivir. Y cuando nos toca la enfermedad, nos coge tan desprevenidos que en ocasiones nos sentimos zarandeados y maltratados. Hasta las personas creyentes a veces miramos al cielo con la sensación de que Dios ha cometido una injusticia con nosotros.
Superado el golpe inicial, vamos aceptando la realidad y aprendiendo las lecciones que la enfermedad nos enseña: somos seres frágiles y vulnerables, necesitamos ser ayudados por otras personas, tenemos recursos interiores que desconocíamos, toda desgracia trae consigo la posibilidad de madurar, Dios se hace el encontradizo cuando sentimos nuestra fragilidad… Este proceso de aceptación y aprendizaje, distinto en cada persona, no es una línea siempre ascendente. Alternan la confusión y la claridad, el enfado y la confianza, la negatividad y la esperanza. Así vamos creciendo.
La comunidad cristiana quiere acercarse a este mundo, siguiendo el ejemplo del Señor. Hace 2000 años, Él mostro una predilección especial por los enfermos y, aunque no nos ofreció sesudas teorías acerca de la salud y la enfermedad, se acercó con amor a las personas enfermas, sin juzgarlas ni culpabilizarlas, y utilizó todo su poder para curar las dolencias del cuerpo y del alma. Este es el camino que sus discípulos y discípulas queremos recorrer, unidos a Él. El mundo del dolor es tierra sagrada, en la que hemos de entrar con las sandalias de la humildad y el respeto, para ser buenos samaritanos que transparenten el amor, la misericordia y la paz que Dios nos ofrece.
Cada 11 de febrero celebramos la Jornada Mundial del enfermo, para recordarnos esta preciosa misión que Jesús ha confiado a la comunidad creyente, a cada cristiano en particular y a muchas personas de buena voluntad que no comparten nuestro credo. No es ésta una tarea que Dios encomienda solo a quienes aparentemente gozamos de buena salud; pues las personas enfermas también son, en tantos momentos, transparencia de amor, misericordia y paz. Además, cuando nos acercamos al mundo del dolor, vemos que la frontera entre la salud y la enfermedad no es tan clara, ya que todos tenemos alguna dolencia en el alma o en el cuerpo y, por otra parte, hasta cuando nos sentimos más limitados podemos ser instrumentos en manos de Dios, para llevar consuelo y esperanza a quienes nos rodean.
Doy gracias a Dios por quienes abrazáis cada día esta misión, a veces dolorosa y siempre apasionante: personas enfermas, familias, cuidadores, profesionales de la sanidad, voluntarias y voluntarios de pastoral de la salud. Gracias por encender una luz de esperanza en la oscuridad del sufrimiento. Recibid un saludo muy cordial en el Señor.