En la Iglesia decimos a menudo que Dios llama a todos, no sólo a los sacerdotes, para confiarnos una misión. Sin embargo, muchas veces vivimos movidos por las obligaciones, las urgencias, los caprichos… olvidando en la práctica que hemos sido llamados y que tenemos una misión.
A modo de chequeo, podríamos preguntarnos: ¿realmente aprecio la llamada a acoger el amor de Dios, a confiar en él y a amarle con todo el corazón, o la relación con Dios es para mí una obligación pesada?, ¿siento la llamada a compartir la fe en comunidad o vivo mi pertenencia a la parroquia con desgana?, ¿afronto mi compromiso con la parroquia, con Cáritas y con la sociedad como una vocación o como un pasatiempo en el que me siento bien?, ¿percibo la llamada transmitir el amor de Dios y a dar a conocer el Evangelio de Jesucristo, o me guardo el regalo de la fe para mí?
Quisiera detenerme en esta vocación a la misión, propia de todo bautizado y bautizada, ya que tengo la impresión de que, a pesar de que vemos con tristeza cómo va bajando la práctica religiosa, todavía funcionamos como si la fe se transmitiera automáticamente, como si no fuera necesario que quienes vivimos la fe hagamos propuestas a los que no la tienen, para que puedan conocerla y, si lo desean, abrazarla. No se trata de imponer la fe, de hacer proselitismo o de amenazar con un castigo divino a quienes no creen; pero sí podemos facilitar el encuentro con Dios a quienes no lo conocen. Así, os planteo dos preguntas más: ¿cuántas veces he invitado a alguien a participar en una actividad eclesial, especialmente programada para quienes se han alejado de la comunidad?, ¿cómo podría crecer en esta dimensión vocacional misionera?
Es necesario, pues, “vocacionalizar” nuestra vida y también la pastoral de nuestras parroquias, de modo que en cada celebración y en cada actividad formativa y solidaria, quienes acuden y participan puedan ir descubriendo la llamada de Dios. Estoy seguro que los jóvenes se plantearían con más profundidad su vocación sacerdotal, religiosa, misionera o laical, si en la vida cotidiana de todos los creyentes se notara más esta dimensión vocacional.
No tengamos miedo a avanzar por este camino, pues la vida es gris cuando el principal objetivo de la jornada es sobrevivir y, si es posible, pasarlo bien. En cambio, la vida se llena de colores cuando sabemos que Dios nos valora y nos llama, cuando empezamos cada mañana recordando la misión que Él nos confía en favor de personas concretas a las que nos envía: en la familia y entre las amistades, en el barrio o en el pueblo, en el puesto de trabajo y en la comunidad. Que San José, el hombre que vivió siempre atento a las llamadas de Dios, nos acompañe y ayude.