En Al ritmo de los acontecimientos


El domingo pasado celebramos a la “andariega” por excelencia, nuestra Santa Teresa, dando comienzo el Año Jubilar Teresiano que nos pilla comenzando un nuevo curso lleno de expectativas y proyectos, pero casi sin salir de casa. A veces, sin ánimo de ser cenizo, me pregunto si, con todas estas programaciones y buenos sentimientos hemos logrado, al menos, peregrinar por nuevos caminos o, si no, retomar viejas andaduras que nos sirvan realmente para algo:  “Juntos andemos Señor. Por donde fuisteis, tengo que ir; por donde pasaste, tengo que pasar”.

Buscamos siempre “caminos de encuentro”, ¿sabéis? esto es lo que significa la palabra Sínodo. Este curso comenzará el Sínodo de “los Jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional” convocado por el Papa. Nosotros, este verano enviamos desde nuestra diócesis la encuesta que se ha hecho a los jóvenes en todas las iglesias del mundo y también a los no creyentes. Encuestas llenas de palabras como renovación, una nueva iglesia, lenguaje cercano, acompañamiento, iglesia menos preocupada por los números y más por los procesos personales, identificados con los débiles, comprometidos, escuchados y un largo etcétera.

En un artículo del 2013, el teólogo Agustín del Agua, escribía que nuestra sociedad consumista, cientificista y poco dada a profundidades, está creando una tipología de personas que se las puede clasificar como: el hombre sin casa, el hombre sin rostro y el hombre sin corazón. Visto así, de repente, parece que el autor se sumerge en unas movedizas y oscuras periferias existenciales. Porque sí es verdad que estamos perdiendo la percepción de casa como ese espacio que nos defiende del mundo hostil, que nos acoge y nos abraza, que nos da la seguridad de estar con los míos, allí donde comparto, abrazo, río y lloro con libertad. La casa de las cosas sencillas que adquieren el valor de lo profundo porque están cargadas de besos, de historias, de sacrificios y entregas desinteresadas. La casa llena de miradas cómplices, de silencios habitados, de oraciones susurradas, de palabras maestras que acompañan… ¡Hogar, dulce, hogar!

Y por otra parte, en este mundo tan fragmentado es difícil percibir una sociedad con rostro. El rostro lo construimos mirándonos e identificándonos unos a otros, mostrándonos en aquello que somos y queremos ser, buscando unidades y no rupturas. Y si el rostro es el espejo del alma, no hay más que observarnos. Se van perdiendo las sonrisas gratuitas, aquellas que nos acercan y acogen. Estamos replegados sobre nosotros mismos porque nos van más las “cosas de abajo” (poseer, tener…) y de tanto mirar al suelo nos es imposible descubrir el rostro del hermano, el prójimo, el que se aproxima y mucho menos el de Dios. Para eso es necesario tener el rostro levantado y mirar al frente, como le dijo el Señor a Elías cuando se escondió en la cueva. Nos fabricamos cuevas a la medida que ocultan nuestros rostros ¡Cuanto más superficial es una sociedad más maquillamos nuestro cuerpo! Así nos auto engañamos aparentando que alejamos a la vejez y a la muerte, porque para nosotros no tienen sentido.

Y el corazón, que nos representa como símbolo de todo nuestro ser unificado, –te doy mi corazón, decimos cuando nos damos por completo– lo estamos resquebrajando, porque lo hemos incapacitado de darse sin esperar nada a cambio, de servir por el bien del otro, de traspasarse derramando toda la vida, sólo por Amor.

Teresa, que quiso ser de Jesús, naciendo en Ávila, supo crear esos núcleos familiares, esas casas que llamó “palomarcicos” donde se contemplaban y contemplan la felicidad de los rostros que, poniendo sus ojos en el Señor, han hecho de su vida un solo corazón, que es la finalidad y el destino de una Iglesia joven, la gran familia de hermanos.

¡Ánimo y Adelante!

+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín

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